Populismo bueno, populismo malo

Javier Cercás en Elpais

Nadie con dos dedos de frente se cree la pamema de que el pueblo es por esencia virtuoso ni que basta con cambiar a la élite por la gente común

EN SU ÚLTIMO libro, Who Rules the World?, Noam Chomsky afirma que para la Administración norteamericana su terrorismo, “aunque sea terrorismo, es benigno”, mientras que el terrorismo ajeno es maligno. El libro de Chomsky, uno de los referentes de Podemos, constituye una denuncia de la inconsistencia y la hipocresía que rigen la política exterior estadounidense, pero lo cierto es que también los ideólogos de Podemos parecen pensar que existe un populismo malo y otro bueno. No sé si esta creencia es hipócrita; me parece inconsistente, equivocada.


El populismo es un concepto difuso. Tradicionalmente designaba una ideología caracterizada por la hostilidad a las élites y la devoción al pueblo: según ella, lo que define a las élites es, además de sus privilegios, su egoísmo, su carácter corrupto y su desprecio de la gente común, mientras que lo que define al pueblo es su condición de víctima de las élites y su naturaleza virtuosa; el populismo tradicional también se caracterizaba por su rechazo de la división entre izquierda y derecha, su desconfianza del pluralismo político y su fe en un caudillo capaz de encarnar por sí solo al pueblo y expresar sus deseos. Todos estos rasgos, típicos de los fascismos, han sido lógicamente vistos con desconfianza por la izquierda democrática. En los últimos años, sin embargo, algunos pensadores de izquierda los han reivindicado; es el caso de Ernesto Laclau, inspirador ideológico del principal teórico de Podemos: Íñigo Errejón. Según Laclau, el populismo es una ideología hueca, sin contenido, pero ahí reside su principal virtud, porque en determinado momento es capaz de alojar toda la frustración y la justa rabia de los oprimidos contra unas instituciones democráticas insuficientes, incapaces de dar respuesta a las demandas de la gente común. Ese momento es el momento populista, como lo llama Chantal Mouffe, y los populistas deben aprovecharlo para provocar el cambio social con el carburante de la frustración y la rabia y las insuficiencias democráticas. Es lo que ha intentado Podemos. Ahora bien, como los propios populistas reconocen, ese carburante sirve lo mismo para impulsar a Trump o a Le Pen que a Podemos: la única diferencia es que, según Podemos, su populismo es benigno mientras que el de Trump o Le Pen es maligno. Ahí radica la equivocación o la inconsistencia, si no la hipocresía. Dejemos de lado ahora la desconfianza de la democracia que el populismo moderno ha heredado, igual que su querencia por el carisma de los hombres fuertes (como Trump o Le Pen, Iglesias es menos un político que un caudillo, y es mil veces preferible el peor político que el mejor caudillo, porque el político está hecho para la paz y el caudillo para la guerra); la pregunta es: ¿cómo sabemos que el populismo de Podemos es bueno y el de Trump no? ¿Sólo porque Trump es de derechas y Podemos no? Pero ¿no habíamos quedado en que ya no existen la derecha ni la izquierda sino sólo los de arriba y los de abajo? Y sobre todo: ¿basta cambiar a los de arriba por los de abajo o a la élite por la gente común para que desaparezca la corrupción y un país sea más justo y más próspero? Dado que nadie con dos dedos de frente se cree la pamema de que el pueblo es esencialmente virtuoso, ¿no ocurrirá más pronto que tarde que, convertidos en la nueva élite, los de abajo se vuelvan tan egoístas, corruptos y privilegiados como los de arriba, la nueva casta como la vieja? ¿Qué habremos arreglado, entonces? ¿No será que, como decía la vieja izquierda, lo que hay que cambiar no son las personas sino el sistema?


No: igual que no hay terrorismo bueno y terrorismo malo, no hay populismo bueno y populismo malo. Igual que todo terrorismo es malo porque apela a la violencia, todo populismo es malo porque apela a la frustración y la rabia (aunque sean justas, o precisamente porque lo son); también porque apela al pueblo, que es una abstracción de trilero, y no a los ciudadanos, que son realidades tangibles, sujetos de derechos y deberes, hombres y mujeres responsables de su destino. A ellos apelaba la vieja izquierda; a ellos, creo yo, debería seguir apelando la nueva.


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